17 jul 2007


EL CUENTO DE LA MÁSCARA... (parte 1)

se llama Ezequiel y no sabe cuántos años cumple. En realidad no sabe qué día nació. Desde aquella entrevista que le hiciera hace más de veinte años la revista esa que se dedica a fotografiar e imprimir en sus páginas a gente de usos distintos al promedio de las civilizaciones avanzadas, como si fuera una ventana al circo del mundo al que nadie quiere voltear a ver de lleno, mintió en su nombre como también en su fecha de nacimiento. En lo primero por que no le gusta (lo considera muy sofisticado) y en lo segundo por que nunca se había detenido a pensar. Improvisó contestando: "seis de junio del ´66". "De 1966?" Preguntaron casi riendo los entrevistadores (cuando sus cálculos les indicaban que ese señor estaba diciendo cumplir dieciocho años de edad ese mismo día), por lo que como instinto Ezequiel repeló con cara de disgusto, sin despegar los ojos de su obra y casi gritando : "De 1866, pendejos". Seguramente en el tiraje de la revista impresionó cómo un hombre de ciento dieciocho años de edad tenía esa capacidad física, mental y artística a la vez. No se quiere ni imaginar, si los mismos norteños lo encontraran ahora en el sur de México en donde camina, lo que pensarían y gritarían en sus páginas. Ahora es veintitrés años mayor a los que tenía en aquel momento. Los comenzó a contar desde ese día en donde "casualmente" le preguntaban de su labor justo el día en que cumplía años y por lo que recibió de regalo una navaja suiza (de esas que tienen lupa, varias puntas y hasta una cuchara) la que tiró a un barranco cinco minutos después de despedirse de ellos y recibir su pago en efectivo por contestar mentiras.

Desde ese preciso día de las mentiras percibió un cambio. Le gustó el día que escogió para nacer y lo adoptó. Tras caminar rumbo las dunas de arena que llamaba su "casa", situadas a menos de dos kilómetros de un poblado austero de apenas unas cincuenta casas pero que contaban la mayoría con servicio de luz y drenaje, sintió un cansancio exagerado. Recuerda que casi se entregaba a él y pasaba la noche fuera de casa, en un tendido improvisado y al lado de un cactus, pero no, hizo un esfuerzo sobrehumano y luchó por llegar a su destino. Cuando llegó por fin a sus dunas, no tuvo las fuerzas para guardar sus obras en el baúl de siempre (que escondía bajo el montón de cobijas y chatarras que simulaban un depósito de basura alterno a forma de camuflaje y protección para sus tesoros). Nada más alcanzó a extender su abrigo, recargar la cabeza en la olla de siempre y a decir las primeras dos palabras de la primera de las diez oraciones católicas que sin falta rezaba volteando a ver a las estrellas siempre antes de dormir.

La cabra le hablaba. Lo miraba a los ojos directamente y se acercaba. No entendía lo que le decía, presumía que por la lejanía. La escuchaba con un volumen alto pero era ininteligible. Mientras se acercaba, la escuchaba cada vez con menos intensidad pero todavía no lograba descifrar lo que le decía. La cabra no parecía alterarse. Sin prisa acercaba su cuerpo, significantemente más grande que el de una cabra normal, rumbo a la posición de Ezequiel. Cada vez la voz era más baja, cada vez la cara de la cabra estaba más cerca de la de Ezequiel, cada vez él dudaba más de lo que le decía el animal, cada vez este tomaba un color más rojo en su pelaje y su olor cada vez más intenso a podrido hacía que al artista se le inundaran los ojos de lágrimas. La voz era ahora casi un suspiro y los cuernos chocaban ya con la frente del azorado hombre. Lo único que puede asegurar el artista es que es latín. La cabra le habla en latín y él lo sabe aunque no descifra nada. Se queda callada un par de minutos, el gesto en su cara cambia, le crecen bigotes y el semblante es ahora tierno y dulce. Ezequiel no conoce el amor maternal pero ese gesto nuevo lo hace sentirlo y le sienta cómodo aunque la aparición de los bigotes en el hocico de la cabra lo hace dudar. El animal cambia repentinamente en cuanto percibe el titubeo y se queja con un sonido nunca antes escuchado en el mundo entero. Casi truena los tímpanos de Ezequiel y, mientras se cubre los oídos para protegerse, se preocupa al mismo tiempo que sus vecinos escuchen y descubran que un vagabundo vive ahí escondido en un nido de ratas tan cercano. El animal habla español y le grita "ERES MI HIJO!", le crecen brazos y manos, y sujeta a Ezequiel hasta que casi lo asfixia pero sin dejar de mirarlo directamente a los ojos. Por un momento siente que el alma sale de su cuerpo y nada en la grande y oscura retina del animal. Después se ve y se siente volver a su cuerpo original, mientras un intenso frío lo envuelve. Se congela y el animal lo suelta tiernamente y se retira caminando ahora en dos patas, sin mirar atrás hasta que lo pierde de vista.

Ezequiel se despertó de inmediato. Era el medio día y no entendía por qué tanto frío en ese desierto. El sol le pegaba directo mínimo hacía tres horas. Su piel arrugada estaba más quemada que lo normal aunque no le dolía. Sudaba como un puerco pero el frío no cesaba. El abrigo empapado tenía arena pegada, igual que su grueso cabello blanco y rígido, y sintió la peor sed de su vida. Se levantó lento, que es lo más rápido que puede por su edad, y desesperado fue por la reserva de agua que guarda en el mismo baúl en el que guarda sus obras luchando contra la artritis. Mientras desesperado se traslada, nota unas huellas. Las huellas de la cabra. De norte a sur el rastro había sido hecho por un cuadrúpedo, de sur a norte era de un erguido con pezuñas. En ese momento recordó su sueño y lo atacó el pánico, quiso tirarse al suelo y llorar pero necesitaba tomar. Mientras caminaba, borraba las huellas arrastrando los pies sobre de ellas. Por fin llegó al montón de cobijas y triques, escarbó y encontró su baúl. Lo abrió y encontró el recipiente de agua. Solo y muy frío. Volvió a recordar la pesadilla y el frío que sintió en ella, mientras tomaba esa agua casi hecha hielo que le calmaba la desesperación. Lloraba y tomaba. La razón volvió y se dio cuenta que sus obras no estaban. Ni en el baúl ni junto a su empapado abrigo. Se sintió solo como nunca. Buscó las pocas huellas que todavía se notaban y que lo llevaban al sur y las siguió sin dejar de llorar. Mientras más bebía más lágrimas expulsaba, sin esfuerzo. No le importó nada, el rastro de las huellas desapareció pero él siguió caminando. Hacia el sur y sin pensar. Era el segundo día de su año Uno y su vida había cambiado. Ahora era hijo del Diablo y apenas había nacido. Llorando como todos cuando apenas nacemos...

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Mmmm..... que te diré?????

Anónimo dijo...

Re-Leido, y sigo sin saber que decir....

ElOrdinario dijo...

Ave del alma: Fue un experimento. Entendido. No te gustó el tema. Miedosa. Que sueñes con la cabra!

Anónimo dijo...

Me quedo esperando la segunda parte, para seguir descubriendo al Ordinario cuentista que no habás mostrado antes.

ElOrdinario dijo...

Anonymus 1: Si. Un experimento Ordinarísimo. Espero que te haya gustado y cuenta con que me apuraré para seguirle. Saludos y gracias.

Anónimo dijo...

el dos, este viaje trasladado al afuera, en un demonio de forma familiar que tarde o temprano nombrara padre me gusta, al final desde la mistica religiosa somos tan hijos a imagen y semjanza como angeles caidos, o levantandose?

Anónimo dijo...

orale! que imaginacion tienes! voy a leer la segunda parte.