28 feb 2008

Discurso o monólogo?...

Nunca había sentido tanto miedo en mi vida, pero de piel para afuera nadie lo notaba. Mi voz interna temblaba sin parar, no se hilaba una idea completa sin ser interrumpida por cuestionamientos y fugaces auto-propuestas; la externa, hasta ese momento era pausada, clara, exacta y directa. No había oportunidad de titubeos: Nadie entra (lo dije en voz baja mientras estiraba la mano para empujar la puerta blanca rodeada del mayor de los negros que he presenciado).

El movimiento de la puerta, aunque fue lento, impulsó directo a mis narices, con más fuerza que antes, el aroma que esa habitación celosamente guardaba. El Ordinario, disgustado, exhalé con fuerza tratando de evitar que el olor a tragedia invadiera mis entrañas, y para evitar que esa sensación se transmitiera a los que esperaban a mis espaldas por noticias, emparejé, evitando el menor ruido, la misma puerta que desde ese lado se volvía negra y era abrazada por un marco de luz esperanzador.

La búsqueda comenzó. Sin desesperar, sin movimientos bruscos, sin gritos, sin manoteos. Solo mi voz y sutiles pasos encabezaban el sondeo. A oscuras todavía, elegí dar dos pasos laterales hacia la izquierda y deslizar mi mano hasta alcanzar el apagador (que en este caso sirvió para lo contrario) de la luz del baño... click, luz y:

Chaparradóndeestástranquilaporfavordimedondeestásquequieroplaticarcontigotranquilaporfavor.

Mi voz externa ya no era tan tranquila y pausada como antes, se había vuelto tan nerviosa como la otra y mientras tanto, no había respuesta, ningún ruido; ella no estaba en la zona inmediatamente visible del baño ni en el espacio de la regadera. Pensé entonces fugazmente en apagar la luz, tal vez en función de querer que eso acabara, así, como si fuera la última página de un mal libro, pero no, era real y había de ser enfrentado, por lo tanto la luz, así como estaba, me ayudaría.

En el son que ambas de mis voces tocaban, se movió mi cuerpo. Salí del baño y encendí la luz del cuarto, miré a un lado y al otro. De frente a mí, el mueble donde había estado la pistola, me indicaba con su cajón abierto hacia dónde debía dirigirme. Era en el otro lado de la cama, en el lado ciego del cuarto si desde su puerta se miraba, donde la iba a encontrar. La posición que guardaba era muy de ella: Rodillas en la alfombra y soportando su pecho, hombros y frente al mismo nivel que las primeras nombradas, las manos resguardadas bajo la cobertura en la que su cabello, regado para todos lados casi en la misma proporción como si para esos efectos hubiera sido acomodado, se había convertido.

No había ningún reguero de masa encefálica o de tripas, ni siquiera había sangre sobre ella o a su alrededor. Parado detrás de ella, en el espacio que sus pies apenas asomados y la pared dejaban, tenía de frente a los espectadores que ya había olvidado pero ellos a mi no, y que seguían atentos mis movimientos y reacciones. Los miré y después volví los ojos abajo, los volví a mirar y de nuevo la vi a ella. Seguramente por algún rasgo de su posición corporal deduje mirar hacia la izquierda de ella y la mía (derecha de los que pelaban los ojos bajo el marco de la puerta que ya habían decidido abrir para una mejor vista), a una altura muy cercana del suelo había un hoyo en la cortina y regados algunos vidrios pequeños (huele a pólvora y hay un hoyo en la ventana…lógicamente le jaló…no hay sangre ni sesos ni tripas…no se dio… ¿dónde está el arma?, ¡Qué pedo me sacó!), tenía que tranquilizarla, puse atención a su cuerpo, se movía ligeramente, volteé a la puerta y con señas ordené que llamaran a la policía. Era hora de comenzar la peroración más inútil de mis días (esta vez sí, muy pausada):

Chiquita… chaparra…ya, no hay necesidad de todo esto…yo te quiero mucho, te amo, discúlpame, vamos hablando… bla...bla...bla...

Su respiración cambió, se aceleró, parecía como si estuviera llorando, ¿La habrían conmovido mis palabrejas o era manifestación de coraje?, ambas posibilidades, por razones distintas, me incomodaban. Mientras seguía con mi intento tranquilizador, me acerqué hacia ella lentamente y evitando los puntos ciegos que su cabello creaba, lo vi: el revolver se acostaba apenas con la culata sobre su mano derecha y descansaba el cañón en el suelo, inofensivo. El dedo no estaba en el gatillo, era el momento, ahora o nunca (mejor dicho, en ese instante o nunca). Lo decidí no sin antes pensarlo, muy rápido pero meticulosamente. El movimiento adecuado sería jalar su hombro derecho con mi mano izquierda hacia ese preciso lado y así tener acceso directo e inmediato al arma con mi diestra que esperaba obviamente resistencia. Con la fuerza "necesaria" hice los movimientos. Mi mano izquierda estuvo en su hombro menos de lo que estaba planeado, mi mano derecha llegó al arma más fácil de lo previsto y su cuerpo viró más rápido de lo calculado. Pesada pero sin resistirse, La Que Colgó el Tacón dejó la posición en la que estaba dado mi jalón. Tocando ya el arma con mi derecha, dirigí mis preocupados ojos a los de ella. Estaban cerrados y su cara estaba adornada de rojo, sobre todo de su lado derecho...empezaba el show.