18 sep 2007

Bienvenues a presque Montréal...

Así entonces el campamento quedaba atrás. Era hora de movernos y nos quedaban pocos días. Keester nos ofreció su departamento en Montreal. Era una excelente oportunidad para conocer. Yo nunca había viajado-vagado. No sabía lo que era tomar camiones ni trenes, y mucho menos seguir mapas o señales. Ella sí, venía de Europa y traía el sistema ya bien masticado. Hacia uso de frases como: "Acomoda tu ropa, no lleves muchos zapatos y todos que sean cómodos, solo un par de pantalones, muchos calzones y calcetines", Ajá. Después, tras tomar un camión que hiciera cuatro horas a Toronto para seguido, casi inmediatamente, subirnos a pasar otras cinco horas en el tren que nos llevara a Montreal y nos cansara de cuerpo e ideas como pocas cosas en la vida, las indicaciones-taladro que tanto me sacuden se convirtieron en algo como: "Va a ser en esta parada, Deberíamos de rentar un locker aquí, De seguro lo encontramos más barato en otro lado", Sí, sí, sí; y sobre todas, la más repetidas de todas durante toda la aventura y tal vez nuestra relación, hasta el hartazgo que varias veces le demostré con gritos y manoteos desesperados, fueron las que se volvieron típicas: "Es para la izquierda, Es para la derecha, Es por aquí", que yo escuchaba como: "Dime que no, No te dejes, Encabrónate, Quién tiene el control?"... Ahhh, cómo nos peleamos por eso! Muchas veces en pocos días. Y es que sentía como si me jalaran las patillas al mismo tiempo cada que escuchaba una indicación u orden. A la fecha siento algo parecido pero he aprendido a controlarme y aceptarlas. En aquel tiempo esas reacciones, como muchas otras cosas en mí, más que las actuales, eran arrebatadas y estúpidas. Era una mini lucha de poder de la que salí perdiendo la mayoría de las veces y de la que habría que aprender de la peor forma. Mi paciencia comenzaba a flaquear, el rojo y las venas eran cada vez más frecuentes en mi cara, la plática y el gusto eran ya intermitentes en vez de constantes.


Así nos vio llegar Montreal. Con nuestras mochilas enormes a los hombros. Cansados del viaje y de los dos tercos que traíamos a un lado, ella a su derecha y yo a mi izquierda. Despeinados y mal dormidos. Tal vez apestosos. Confundidos tratando de descifrar las instrucciones para llegar al departamento. Discutiendo de nada y de todo. Cortos de dinero (en una bolsa por que en la otra yo traía mi guardado pero no le iba a decir que íbamos casi holgados en ese rubro). De cualquier forma también muchas ganas nos acompañaban. En eso coincidíamos pero nunca pensamos que resultaría tan cansado, y eso multiplicó todo lo malo en lo que ya abundé.


De inmediato nos enfrentamos con la barrera del idioma. Si bien es cierto que todos hablan inglés ahí, también es cierto que a nadie le gusta, pretenden no saberlo y te llegan a ignorar. Había que tomar el metro. El horno (del que ella sabía) no estaba para bollos y teníamos que economizar lo más posible. Por un momento pensé que era hora de gastar unos dolaritos extras del fondo secreto y llegar lo más rápido posible a descansar. Después corregí y dado que la emoción de haber llegado por fin nos había inyectado algo de energía, aunado a que las indicaciones que teníamos estaban diseñadas para seguirse tomando el metro, decidimos comprar los boletos, tomar un mapa de las rutas y seguir las señales repletas de nombres en francés que parecían todos iguales.



Por fin, después de un par de complicaciones nada graves, discusiones, gritos y más discusiones, dimos con la estación en la que había que bajar. Creo que todavía tengo en algún cajón o tal vez en la misma caja que todo, el papel ese de las indicaciones hechas por mi amiga para llegar a su departamento. Pensamientos encontrados me pasan ahora que lo recuerdo y trato de revivirlo para escribir. Nostalgia, coraje y gusto, y gusto otra vez cuando me doy cuenta que justamente era Coraje y Gusto lo que pasaba en mí en esos precisos momentos allá en el norte. Ahora me río del problema que tuvimos cuando llegamos a la dirección y la llave no abría. Era tanta la desesperación de ambos que no lo lográbamos. La llave dientes arriba y abajo. La vuelta a la derecha y a la izquierda. La puerta de entrada a la torre no cedía. Tuvimos que esperar a que alguien saliera para entrar casi atropellando a la pobre desconocida sin siquiera explicarle a dónde íbamos o cruzar alguna palabra, lo único que queríamos era dejar de cargar mochilas y sentirnos aterrizados en algún lugar, dejar de viajar ya. Por lo menos ese día.


A dormir y esperar el siguiente. La cama solo era una, la de mi amiga, quien por cierto nos pidió con toda la sinceridad con la que cuenta, tanto que hasta debería llevarla de apellido, que "no sex on it please or bring your own sheets" (un dato inútil: no le hicimos caso por supuesto, recuerden que si ahora no es mi fuerte seguir indicaciones, en ese momento menos; para qué nos decía?). Casi puedo sentir en mis pies ese piso de madera vieja que rechinaba de todo. La fría pared larguísima con ladrillos a la vista que cubría por el lado izquierdo, desde la entrada hasta la sala, topando con la pared con la que formaba escuadra y que sostenía las ventanas que daban a la calle. Sobre todo todavía casi puedo oler la tela resbalosa, vieja, decolorada y polvorosa que cubría el único sillón en la sala, en el cual dormí desde la primera noche por que en la camita individual no cabíamos los dos, era imposible y esa falta de espacio estaba cooperando con mi falta de paciencia.


Al siguiente día ya nos quedaba solo ese, otro, y medio más para regresarnos a Toronto y entonces conocer ahí antes de que ella volviera a España. El sol en la cara por que no había cortinas (he de aclarar que mi amiga todavía no se mudaba ahí, por eso el lugar tan austero). Era hora de levantarnos y conocer. Me asomé a su cuarto y seguía dormida. Me adelanté al baño y me alisté. La desperté y me enteré que vagaría por la nueva ciudad yo solo. La que colgó el tacón estaba enferma y no quería moverse. Lo mismo pasó al día siguiente. Desayunamos, comimos y cenamos en el departamento, y yo me daba mis escapadas de vez en cuando. No vimos nada de la ciudad en la que después viviría cuatro meses hasta hartarme de ella. Solo conocimos el metro, el super y un par de calles juntos. Yo por mi parte no podía irme tan lejos. Había que mantenerme cerca y atenderla. Ya después habría tiempo de ir al casino, al viejo puerto, los bares, restaurantes, after hours, museos, más bares, karaokes, librerías, cafeterías, estadios, universidades y puteros. Ya tendría mi oportunidad de vivir eso pensando en ella y cómo lo hubiéramos vivido juntos.